domingo, 4 de enero de 2009

ABUELO


Mi abuelo murió el 31 de diciembre del 97. Murió poco después del mediodía, justo cuando me disponía a tomar el carro que me iba a llevar de campamento a la playa, a recibir el año nuevo junto con mi mejor amiga y un par de chicos que conocíamos poco.
Yo contesté el teléfono, y no me atreví a dar la noticia, sólo le entregué el auricular a mi papá, con nervios y sabiendo que el sabía lo que le iban a decir. Mi abuelo tenía 97 años cuando murió en un hospital militar en manos de inexpertos, dice mi padre. Tenía 97 aunque en su partida dijera que nació en 1902. Había sobrevivido a 4 infartos, la cárcel, al Apra y a la muerte de mi abuela diez años antes. Y después de todo eso, sólo estaba un poco sordo.
Mi papá me abrazó y hablamos de él. Luego respondió a la pregunta que no me atrevía a hacerle.
Si, puedes irte a la playa -me dijo- Nosotros no creemos en velorios y tonterías.
Y me fui.
Tenía 16 años y creía en la diversión, en el sentido más burdo de la palabra. Creía en la playa, en el bronceado, en el año nuevo, quería tener novios y amigos y experiencias desenfrenadas que contar. También sabía que ante la muerte, un velorio no significaba absolutamente nada.
Antes de partir hice una parada en la morgue. Con todo el grupo esperándome en el carro. A nadie le importó y actuaron como si todo ello fuera normal. La soledad que me embargó en ese momento, ese día, es una sensación que recién ahora puedo identificar. En ese instante lo asumí naturalmente, las cosas pasan de tal forma y alguna gente muere y otra gente se comporta de determinada manera. Y así es. Y yo no creo en dios. Y los ritos no son necesarios. Y las tías con velos sobre la frente son guachafas. Y las flores podridas apestan. Y uno piensa en el ser que quiere en el momento en que puede. Y eso es todo.
Creo que ese día empecé a volverme dura. Después de ver a mi abuelo muerto sobre una camilla con los ojos abiertos y azules y lanzarme sobre él y chillar como una desquiciada; salí de la morgue y me fui a la playa.
Las fiestas de fin de año posteriores me fueron pareciendo cada vez más depresivas y angustiantes. Pero asumía esos sentimientos como propios de una estresada capitalina tercermundista obedeciendo al mandato de la diversión y el brindis, tratando de encajar desesperadamente en espacios que - hoy lo sé- no fueron hechos para mí. A cualquier psicoanalista de medio pelo le hubiera parecido obvio. Pero para mi no lo era.
Este 31 pasado, papá y yo fuimos al cementerio. No compré flores pero me robé algunas de una tumba cercana. El día estaba lindo, soleado y con mosquitos.
Dentro de mi cabeza -porque me dio vergüenza hablar fuerte- tarareé una canción, pensé más en mi abuelo que en mi abuela a pesar de verlos enterrados juntos y me pregunté a donde se va el amor cuando todo acaba. En que parte de uno hay que guardarlo, o en que parte del mundo. Pensé también en si mi miedo a la muerte iba a durar hasta el último segundo de mi vida porque si eso pasara el final sería terrible.
Al salir, mi papá me preguntó si quería que me jalara las patas después de muerto. Yo le quise decir que sí, pero no dije nada.
Después me fui a la playa.

1 comentario:

  1. Sofia:
    Releyendo unos poemas de tu papa (gasala, qasida) por casualidad me encontre con tu espacio Nefelîbatas, ,la verdad que me emocione al leerte .
    Se de tu sensibilidad y de tu fuerza interna y te digo que tienes muchas cosas que contar. .Cito a tu papa:"escribimos anhelando abolir o modificar un dolor, una bajeza, una vergüenza, escondidos entre los pliegues de nuestras pequeñas almas. Escribimos, también, radiantes de ilusión, por vivir –siquiera en la limpia soledad del papel- ese amor apagado en amargura, ese gesto
    magnánimo que se torció en vinagre, la alegría secreta que no fuimos capaces, esa vez, de hacerla florecer en gozo compartido..
    Te deseo lo mejor , toda la suerte para ti con pulserita o sin ella.
    Pilar Coca

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